Portada Portal Patrimonial Columna de opinión La Cultura como palanca de desarrollo socia: Una propuesta para la nueva constitución política La Cultura como palanca de desarrollo socia: Una propuesta para la nueva constitución política

15/07/2021
Iván Vera-Pinto Soto

La Cultura como palanca de desarrollo socia: Una propuesta para la nueva constitución política

De acuerdo a nuestro razonamiento, un objetivo sustancial que correspondería incluir en la construcción de una nueva Constitución Política de Chile, es el concepto de cultura como palanca de desarrollo social del país.

 

Sobre esta problemática cabe destacar que existen varios acuerdos emanados de organismos internacionales que dan cuenta de la importancia de la cultura como una variable sustantiva que podría permitir coadyuvar a las transformaciones sociales y facilitar un desarrollo armónico y sostenible de un determinado territorio. Por citar algunos, en las conferencias de la UNESCO de Venecia (1970) y México (1982), se reafirma el valor de la cultura como componente estratégico para el logro de un desarrollo integral en el que las diferencias culturales dejan de ser consideradas como obstáculos para ser apreciadas como oportunidades.

 

Posteriormente, en el contexto del Decenio Mundial para la Cultura y el Desarrollo 1988 ― 1997, el informe Nuestra Diversidad Creativa da un salto cualitativo al reconocer en la cultura, más que un componente estratégico del desarrollo, su finalidad última: “La cultura no es, pues, un instrumento del progreso material: es el fin y el objetivo del desarrollo, entendido en el sentido de realización de la existencia humana en todas sus formas y en toda su plenitud”.

 

En la misma línea, el seminario de expertos en políticas culturales realizados por OEA en Vancouver, Canadá, 2002, se sostiene que “el desarrollo es éticamente justificable sólo si es sostenible cultural y ambientalmente y si se tienen en cuenta en su formulación las diferencias culturales”. En este sentido, se colige que el desarrollo es positivo cuando se construye a partir de la negociación entre las distintas culturas y cuando asegura que los procesos de planeación sean colectivos y expresen los sueños y las identidades de los actores que son beneficiados. De esta manera, el desarrollo deja de ser un fin en sí mismo y la cultura, en lugar de ser un medio para alcanzarlo, se revalida como un propósito mayor.

 

Como podemos distinguir, los nuevos lineamientos que han sido aprobados por organismos internacionales, considera la cultura como el cuarto principio fundamental en la agenda de las Naciones Unidas para el desarrollo después de 2015, junto a los derechos humanos, la igualdad y la sostenibilidad. En otros términos, la cultura es pensada como base del nuevo modelo de desarrollo sustentable, es decir, como el objetivo final que debe perseguir todo ciudadano del mundo.

 

Ahora bien, sostenemos que hay que precisar qué entendemos por desarrollo. Frente a este interrogante debemos aclarar que cuando ponderamos la cultura como palanca de desarrollo, nos referimos a esa toma de decisión política que considera las diferencias culturales, que integra las especificidades culturales en las estrategias, tomando en cuenta la dimensión histórica, social y cultural de cada comunidad.

 

De acuerdo a la lógica anterior, no podemos elaborar ninguna estrategia de desarrollo social, sin considerar las diferencias culturales que existen a nivel nacional y regional. Tampoco podemos crear un plan de desarrollo para una población determinada, sin considerar la participación efectiva de la ciudadanía, la que incluya los sueños y aspiraciones de ella. En el fondo, el desarrollo significa el enriquecimiento de la identidad profunda de cada pueblo, de sus intereses, demandas, de la calidad integral de su vida, tanto en el plano colectivo e individual.

 

En consecuencia, el Estado, el gobierno y la sociedad civil deben aspirar a lograr una asociación estrecha entre las estrategias de desarrollo nacional y regional con la puesta en práctica de políticas culturales. Precisamente, en el Foro sobre Cultura y Desarrollo, BID, 1999, se plantea como denominador común de diversas propuestas, un desarrollo más participativo. “…la cuestión social en América Latina no se puede seguir planteando en términos de pobreza (precariedad económica), sino sobre todo de exclusión social (marginación del proyecto colectivo)”. Esta constatación nos obliga a elaborar los programas de desarrollo de otra manera en la que los beneficiarios de estos programas adquieren una importancia mayor. (Vancouver, 2002)

 

Asimismo, el desarrollo debemos concebirlo como un proceso dirigido a aumentar la libertad de cada cual en el logro de sus aspiraciones esenciales. En otros términos, se trata de lo que los expertos llamaron concepción “emancipadora” del desarrollo –en que la riqueza material es sólo una función del sistema de valores y donde el progreso socioeconómico está determinado por lo cultural.

 

Por otra parte, a nuestro juicio, sostenemos que no podemos hablar de desarrollo social si no utilizamos el potencial de la memoria y lo ponemos al servicio de la calidad de vida de todos los habitantes de un territorio, de la creación y la producción de conocimientos. Al hablar de desarrollo tenemos que garantizar la protección de los derechos culturales y la generación de prosperidad económica y social para todos los ciudadanos.

 

Precisamente, en la Declaración de Hangzhou, Mayo, 2013, se concluye que se debe “tomar plenamente en cuenta el papel de la cultura como sistema de valores y como recurso y marco para construir un desarrollo auténticamente sostenible, la   necesidad  de   aprender   de las experiencias de las generaciones pasadas y el reconocimiento de la cultura como parte del patrimonio común y local y como fuente de creatividad y de renovación”

 

Por lo anteriormente expuesto, manifestamos que es imprescindible que toda política de desarrollo nacional y regional sea profundamente sensible a la cultura misma. Esto implica que los organismos estatales responsables de este ámbito generen nuevos canales de comunicación con otros sectores de desarrollo del gobierno, con el propósito de proveer de sentido a las políticas públicas, como también para establecer articulaciones que procuren la comprensión del desarrollo como un proceso cultural.

 

No obstante, al observar el panorama nacional podemos concluir que el sector cultural tiene poca o casi nula capacidad de influencia sobre las políticas de desarrollo. Por lo demás, no existen indicadores suficientemente adecuados para medir y evaluar el impacto de las políticas culturales que se han elaborado a nivel de cúpulas de poder. Es claro que las políticas culturales generadas en los últimos tiempos por el Estado chileno aún no logran consolidarse como políticas públicas, aunque se puede reconocer algunos avances con respecto a los decenios anteriores.

 

Por lo mismo, podemos inferir que en la medida que el sector cultural se fortalezca podremos garantizar que la cultura determine el rumbo del desarrollo y que, además, ella se configure como eje articulador de todas áreas de desarrollo.

 

A esta altura, nos asaltan varias interrogantes: ¿Cómo lograr esta asociación entre los procesos participativos de formulación de políticas culturales y la toma de decisión política? ¿Es posible alcanzar una verdadera construcción participativa en la actual institucionalidad? ¿Qué acciones deben ejecutarse para formular políticas participativas y democráticas y que la inversión en cultura sea concebida como una inversión social primordial del Estado? ¿Qué cambios institucionales es preciso llevar a cabo dentro de los organismos públicos para garantizar que la cultura sea considerada no como un medio, sino como el fin del desarrollo?

 

Estos son algunos de los tantos planteamientos que de manera evidente están ausentes en las actuales agendas políticas y en la retórica de las autoridades. Entonces, en el actual escenario, el tópico del desarrollo social nacional se limita a una parcial propuesta de “generar más empleos”, “aumentar los impuestos” y “mayor inversión el sector público”, como si el desarrollo estuviera sustentado exclusivamente por la variable económica. Por supuesto, no vamos a negar la implicancia que ella tiene en el desarrollo y crecimiento social, pero no es suficiente para sostener un desarrollo integral de la población. Es ineludible incluir a la educación, la cultura y la acción cultural en los ejes sobre los que se construye un desarrollo sostenible.

 

El desarrollo de una comunidad no puede ser concebido como un proceso de crecimiento sostenido únicamente por determinados indicadores económicos, acaso a través de una visión global, la cual también contemple la evolución de las capacidades humanas. Al respecto, muchas teorías modernas de desarrollo han vuelto a considerar el rol de la cultura como otro elemento primordial que sostiene en el tiempo el crecimiento de las naciones. Los bienes culturales no sólo expresan, cohesionan y dan continuidad a lo que somos como sociedad, sino que también son un factor estratégico para potenciar el crecimiento económico de una nación.

 

En concordancia con lo predicho, sustentamos que en la esfera regional es importante establecer que las estrategias locales debieran propender a la evolución de “ciudades sustentables”, esto supone introducir nuevas orientaciones en los esquemas organizativos y de funcionamiento de los modelos de gestión urbana, con el fin de conseguir un desarrollo urbano sostenible para todos los ciudadanos y ciudadanas. En ese sentido, la cultura puede ser utilizada como un medio para posicionar una urbe, dicho de otro modo, como imagen de la ciudad ligada a los valores culturales que la identifica.  

 

En el plano económico, la producción de la cultura también se presenta como una alternativa a la alicaída industria nacional, dado que los proyectos creativos podrían aportar riqueza económica y empleo, especialmente aquellos vinculados con la actividad comercial, de ocio y servicios; todo lo cual, suponemos, contribuiría con el desarrollo urbano. En otros términos, la construcción de infraestructuras culturales y el apoyo a las industrias creativas, favorecería la recuperación de espacios postrados y a la actividad creativa y cultural en sí misma, mejorando la mirada externa de una ciudad, cualidad imprescindible para atraer visitantes, turistas, clientes e inversores. Del mismo modo, una imagen atractiva proyectada hacia el exterior, tiene directamente un impacto positivo en la percepción interior de las ciudades; en consecuencia, mejoran su atractivo como lugares deseados para vivir, trabajar y relacionarse socialmente.

 

Durante los últimos decenios vemos que normalmente la clase política tradicional ha escamoteado este tema, posiblemente como resultado de su propia ignorancia cultural o  simplemente porque percibe la cultura como una variable totalmente disociada y de menor relevancia en relación a otras demandas ciudadanas, tales como: la educación, salud, vivienda, entre otras. Pese a esa visión constreñida, debemos reconocer que con el regreso de la democracia y con la instalación de los grandes supuestos y premisas de la modernización del Estado chileno, cuya finalidad ha sido elevar las competencias y la capacidad de movilizar los recursos públicos de manera más eficiente, para satisfacer los requerimientos de la sociedad, se ha instalado una embrionaria institucionalidad cultural que, contrariamente a las críticas y limitaciones evidentes que tiene,  goza de un marco de políticas, mecanismos, normativas, procedimientos y fondos destinados a operar dentro de una nueva agenda pública.

 

Con todo, el paradigma que sirve de base para la construcción del concepto de cultura nacional es ambiguo, pues, por un lado, aún no está claro el rol de los poderes públicos que deben impulsar las políticas culturales y, por otro, tampoco el organismo público creado para cumplir este desempeño tiene la certidumbre de la legitimidad de su acción. En otras palabras, aún falta por determinar que puede – o no puede – hacer el Estado en materia cultural. ¿Cuáles son los límites de su intervención? Este es un problema que siquiera se discute en el país, ya que aún le falta camino por recorrer a la actual institucionalidad cultural y porque sus procesos evaluativos se centran preferentemente en un control de gestión y no en la evaluación en términos de resultados e impactos de su acción en esta esfera.

 

Sumemos a ello la fragmentación institucional existente y los limitados recursos destinados para cumplir con sus responsabilidades, en comparación con otros ministerios públicos. Es indudable que si el Estado persiste en considerar la cultura como un medio o un mero complemento del desarrollo social y no como un fin en sí mismo, entonces es muy difícil lograr un acuerdo estable y duradero que permita una intervención efectiva y responsable en este terreno. En otras palabras, si el Estado y las autoridades políticas no definen claramente qué implica la acción pública en esta esfera y cómo se inserta en las estrategias de desarrollo social nacional y local, es muy complejo que la institucionalidad cultural tenga consecuencias e impactos trascendentes en esta sociedad. 

 

De manera sucinta, esto implica integrar a la cultura en todas las políticas y programas de desarrollo. Esto exige incorporar sistemáticamente la dimensión cultural en las definiciones del desarrollo sostenible y del bienestar, así como en la concepción, la medición y la práctica concreta de las políticas y los programas de desarrollo. De la misma forma, obliga a movilizar la cultura y el entendimiento mutuo, con el fin de propiciar un entorno de respeto de los Derechos Humanos y la paz.

 

Sin duda, ante el actual contexto de violencia política, tensiones identitarias, represión y globalización, es más urgente que nunca  generar un ambiente de diálogo intercultural, de verdad, de justicia, de reconocimiento y de respeto de la diversidad cultural, con el propósito que se forje una sociedad incluyente, tolerante y resiliente. En esta área es muy importante propender a una educación que resignifique los Derechos Humanos y la paz. Por lo demás, se debe garantizar los derechos culturales para todos los ciudadanos, a fin de promover el desarrollo social incluyente y equitativo.

 

Para ello es vital garantizar los derechos culturales, el acceso a los bienes y servicios culturales, la libre participación en la vida cultural y la libertad de expresión artística. Otro desafío es el recatar, poner en valor y difundir nuestras culturas identitarias para transmitir su riqueza a las generaciones posteriores, pues ella contiene el activo esencial para nuestro bienestar y el de nuestros hijos. Incluyamos, también, acciones que nos permitan valernos de la cultura como el principal recurso para lograr el desarrollo y la gestión sostenibles de las ciudades. Ello implica crear en la urbe una vida cultural dinámica  y  una   calidad  de  los  ambientes  urbanos  históricos para lograr ciudades sostenibles.

 

Tal como se declaró en la Convención de Hangzhou (2013) “Las administraciones locales deberían preservar y mejorar esos ambientes en armonía con su entorno natural. En las ciudades las políticas sensibles a la cultura deberían promover el respeto a la diversidad, la transmisión y continuidad de los valores y la inclusión, reforzando la representación y participación de las personas y las comunidades en la vida pública y mejorando la situación de los grupos más desfavorecidos”

 

Finalmente, los especialistas en políticas culturales plantean que es necesario aprovechar la cultura para favorecer modelos de cooperación innovadores y sostenibles. En función de la propuesta precedente, es recomendable crear alianzas estratégicas público-privadas, bajo marcos jurídicos, institucionales, políticos y administrativos adecuados, con miras a favorecer mecanismos de financiación y cooperación a nivel tanto nacional como internacional, incluidas las iniciativas populares y las asociaciones culturales gestadas desde la misma comunidad. Indudablemente,  estas coaliciones, por una cuestión ética, deben claramente restringir la intervención de aquellas entidades que sistemáticamente tienen un accionar empresarial que atenta contra el medio ambiente, que mantiene conflictos laborales con sus trabajadores y que no están respaldadas por valores éticos y morales.

 

Ahora bien, una cuestión clave que surge en esta reflexión es saber ¿quién define la política cultural? Lo cierto es que en nuestro país nos movemos en un escenario de incertidumbre y fragilidad, debido a la multiplicidad de actores y niveles de acción que intervienen en el contexto político, económico y social actual. Tradicionalmente han sido las autoridades públicas quienes a partir de objetivos y medios definidos determinan verticalmente la orientación de la política cultural. Empero, en el actual contexto social y político, cuando existe una fuerte demanda por parte de la ciudadanía en participar de las decisiones políticas, se propone un nuevo modelo para contrarrestar el monopolio de la construcción de las políticas públicas por parte de las autoridades y el concurso de los “expertos”, en este caso se sugiere abordar la problemática desde una perspectiva más horizontal y democrática.

 

En esa línea, el debate presente está centrado en definir la política pública como una actividad colectiva, en la cual todos, todas y todes participan en la creación de un orden social y político que regule las tensiones, integre a los diferentes grupos sociales y resuelva los conflictos.

 

Esta orientación es coherente con el contexto de democratización donde la reconstrucción del orden político, social y cultural es una prioridad. En este caso, en un diálogo entre autoridades y ciudadanía se determinan las reglas de juego y de esta forma se permite la participación popular en la elaboración de las políticas y en la decisión de conducir las acciones programadas. Por esta vía se asegura que la política cultural no sea la de un gobierno de turno sino la de un Estado, y el desarrollo cultural se convierta en eje de un proyecto cuya misión es el desarrollo sustentable.

 

Los discursos y prácticas culturales en diferentes latitudes donde el Estado ha asumido la cultura como palanca del desarrollo social se fundamentan dentro del paradigma de sostenibilidad cultural que tenga como principales factores: la equidad social, el respeto al medio ambiente, la economía responsable y la vitalidad cultural. Desde esa óptica, la cultura se plantea como un agente del cambio social y del empoderamiento comunitario, a través de instancias participativas que incluye a todos los actores sociales, agentes de transmisión intercultural entre diferentes redes sociales y contextos urbanos.

 

Aunque debemos reconocer avances en esta materia con la instalación de la nueva institucional cultural de Chile, no obstante identificamos una serie de errores y limitantes, tanto de fondo como de forma. Por ejemplo, en los últimos gobiernos de turno se han inventado y mantenido la modalidad de los Fondos Concursables, los cuales han quedado demostrado en la práctica que son insuficientes y hasta mezquinos, considerando las demandas que existen en este sector. Por si fuera poco, estos fondos tienen serias dificultades para logar ser objetivos, rigurosos y democráticos, en vista que sus montos son irrisorios para las importantes iniciativas culturales que existen; sus parámetros de evaluación, segmentación y representatividad ya no son coherentes con la actual situación cultural y ética de nuestra época. Agreguemos que en muchas ocasiones los pares evaluadores, aunque pueden ser connotados personajes del arte, no siempre tienen la pertinencia para examinar los proyectos que no corresponden a su área del conocimiento; los compromisos políticos asumidos por las autoridades prevalecen en las decisiones finales, los instrumentos de medición son ambiguos y no tienen carácter científico y las subjetividades no están exentas en las selecciones finales.

 

A todas luces, se hace imprescindible transformar la política de Fondos Concursables, pues ella lo único que hace es “disfrazar” la precariedad histórica que han vivido los trabajadores y trabajadoras culturales en esta sociedad y disimula el desempleo estructural que existe en este campo, al igual que en otros sectores productivos del país. Para nadie es desconocido que muchas veces se privilegian eventos, actividades puntuales, que no tienen continuidad en el tiempo ni menos impacto social en la comunidad. Es un hecho que los aportes que entrega el Estado son meras dádivas para ilusionar a los gestores culturales en la creación y continuidad de sus proyectos. Sumemos a ello, la falta de inclusión de redes de contactos, apoyo en la difusión, facilitación de canales de comercialización en los espacios nacionales e internacionales, con el objeto de permitir la instalación de los productos culturales. Por esta modalidad, los artistas deben postular una y otra vez a estos fondos para prolongar sus procesos y mantener su dignidad en alto.

 

Por otro lado, no basta con decir que la política apoya al arte de calidad, ya que esa expresión es muy vaga, sino se define qué es calidad en este quehacer. Asimismo, afirmar que se fomenta la creación resulta ser muy amplio e impreciso. Delimitar, por ejemplo, estos puntos ayudarían a transparentar y a orientar abiertamente a los miles de artistas que postulan a estos recursos. Igualmente, los fondos estatales no debieran ser la forma que tengan los artistas para sobrevivir, posiblemente debieran invitarlos a hacer un ejercicio profundamente comprometido con nuestra nación y su destino.

 

Es indudable que para obtener mejores y mayores resultados en el ámbito cultural, es imprescindible proponer modificaciones estructurales, incluso a la misma ley que creó el FONDART, la que ya tiene varios decenios de existencia. De igual manera, debe existir la decisión política para invertir recursos financieros en la capital y, en especial, en las regiones que permitan respaldar a aquellos proyectos y artistas que prestigian con su labor a su zona de influencia y a su país, y que además cuenten con un sólido plan de gestión que coadyuve la democratización y la elevación artística.

 

Abogamos por una política de subvención por parte del Estado para que se mantenga y potencien las Escuelas de Artes, Institutos y otros Centros, quienes durante extensos años han mantenido una planta académica, soportes de gestión y un trabajo permanente y sistemático en su comunidad. No es posible que estos organismos culturales se vean obligadas a desvincular su personal docente, reducir su infraestructura y a aumentar la cesantía en el sensible mundo artístico, básicamente, por la falta de público por el apoyo estatal precario.

 

Creemos que no suficiente contar con Fondos Concursables o una programación repleta de eventos; es imprescindible establecer estrategias que propendan a la  evolución de ciudades creativas, esto supone introducir nuevos lineamientos en los esquemas organizativos y de funcionamiento de los modelos de gestión urbana, con el fin de conseguir un desarrollo urbano sostenible para todos los ciudadanos, ligados a valores culturales representativos del país y de cada región. A nuestro entender, esa debe ser la principal labor gerencial de las autoridades en esta área.

 

En otro orden de cosas, de los miles de proyectos culturales realizados no tenemos la certeza que todos ellos hayan contribuido a provocar los cambios sociales y culturales que demanda la población nacional y regional. ¿Qué ha faltado?  Ciertamente claridad y ausencia de un fin concreto, objetivo y cuantificable.

 

Es claro que existe la dificultad básica de la evaluación de las políticas culturales, no obstante el alto consenso en la finalidad de “servir al interés general” que dicho proceso tiene.  Bien sabemos que la evaluación es una importante herramienta de gestión, un sistema de monitorización que valora los resultados e impactos de los programas que se han desarrollado, y determina lo que se ha hecho y cómo se ha hecho a partir de una planificación democrática.

 

Para nadie es un misterio que la cultura de la evaluación de las políticas públicas en Chile es un tema complejo, toda vez que no existe consenso entre los especialistas sobre la real vocación del sistema público chileno a examinarse con ojos críticos. Por lo demás, pareciera ser que la evaluación se realiza actualmente contempla una adecuada atención al control de gestión, pero se observa mayor debilidad en la evaluación del impacto.

 

Otro aspecto crítico es la denominada “democracia” o “participación” que dice propugnar la institucionalidad cultural presente. Se señala que la participación ciudadana se proporciona, entre otros mecanismos, mediante la existencia de “delegados regionales de cultura y consejeros culturales”, quienes periódicamente analizan y proponen nuevas ideas que retroalimentan al sistema. Frente a la constitución de estos órganos nos asalta la siguiente pregunta: ¿Son estos especialistas verdaderamente representativos de todo el universo y de los intereses de la población de una región?  No tenemos elementos de juicio para dudar de las competencias y habilidades de los profesionales que participan en estas instancias, sino más bien nos referimos al hecho que si ellos cuentan con un respaldo social que los ampare y otorgue legitimidad, más aún cuando la cultura es una acepción mucho más amplia y totalizadora que lo que comprende las Bellas Artes.

 

Igualmente, la metodología que se utiliza para efectuar el diagnóstico de la realidad y las demandas regionales en cultura son limitadas, pues no permiten obtener resultados válidos científicamente ni las muestras son representativas de la totalidad de la población; por lo tanto, sus conclusiones son parciales y estrechas, ya que no incluyen, por ejemplo, entre otras instancias, a las Juntas de Vecinos, a los sindicatos, a las agrupaciones sociales y culturales autónomas, a los movimientos sociales y al ciudadano común y corriente, el que está divorciado socialmente de estos temas.

 

Es indudable que se prefiere mantener la dinámica en donde las elites (intelectuales, burócratas y “expertos”) deciden lo que debe o no hacerse en este ámbito. Aparte de eso, nadie puede desmentir que la participación real y organizada de los ciudadanos y ciudadanas es muy tímida y casi nula hasta hoy, porque no existen los canales, mecanismos y voluntad política para hacerlo.

 

Como corolario al análisis realizado, proponemos que el Estado de manera urgente y esencial apueste, primeramente, por una educación para la cultura, entendiendo que ella permitiría la realización de la existencia humana en todas sus formas y dimensiones para conseguir la plenitud y la felicidad de los ciudadanos.

 

Una educación para la cultura debe enfatizar la idea que la educación y la cultura no se asimilan separadamente, sino por el contrario, en conjunto: aprendemos, creamos, recreamos la cultura desde todos los espacios de la vida cotidiana. Esta articulación permite que surjan sujetos activos, reflexivos-críticos, protagonistas de los procesos creativos y, sobre todo, con la capacidad de respetar las diferencias. Para su logro debemos cambiar los propósitos de la educación neoliberal de “producir” profesionales para el mercado y no para ser felices.

 

Imaginamos que la escuela debe ser el lugar para descubrir conocimientos, sentir placer y cultivar los valores. Una escuela donde exista un equilibrio entre maestro y alumno, con el fin de acabar con la relación entre el que sabe y el que no sabe, el que manda y el que obedece. Necesitamos educadores convencidos de que una nueva escuela es posible, donde ellos no sean jueces ni dueños de la verdad, sino facilitadores que acompañan los procesos de aprendizaje.

 

Otro punto de inflexión es la importancia de formular un Plan Estratégico Nacional y Regional de Cultura, ya que cualquier país que se precie democrático y rico culturalmente, debe contar con un proyecto cultural capaz de actuar transformadora y eficazmente, imponiendo lo estratégico a lo eventual, con políticas pensadas e intencionadas a largo plazo; directrices que permitan adelantar acciones y anticipar los resultados en este campo. Esta premisa asume que los creadores y las comunidades son los sujetos del desarrollo de la cultura propia.

 

Este Plan Estratégico debería constituirse en el núcleo de la discusión y necesariamente debería estar sustentado en aquellos elementos que conforman parte de la identidad cultural nacional y regional. Por supuesto, esta propuesta debería exceder el patrimonio de las Bellas Artes; es decir, convendría trabajar con una idea dinámica de cultura que despliegue las múltiples capacidades de intervención en la conciencia ciudadana.

 

Debemos concebir que la cultura es una necesidad tan humana y esencial como la salud, la vivienda o la alimentación. Un pueblo sin una cultura propia es un pueblo sometido a políticas de consumo, a valores morales y éticos ajenos a sí mismo y, por tanto, cautivo de las necesidades y hábitos de extraños, lo cual conlleva a una irremediable desaparición de nuestra identidad cultural.

 

Conforme a la anterior argumentación, una nueva política cultural nacional debe evitar, entre otros conflictos, que las salas de arte no sólo sean frecuentadas por jóvenes y otras personas que buscan algo más que consumir banales mercancías que corroen todo nuestro espíritu. Por qué no replicar en nuestro territorio algunas experiencias internacionales, como es el caso de Finlandia, donde todos los establecimientos educacionales están obligados a conducir a sus alumnos y alumnas a salas de arte y a espectáculos artísticos, dentro una acción sistemática en la formación holística de los nuevos ciudadanos y ciudadanas.

 

Una política cultural con sustancia y pertinencia a la realidad actual nacional, debe cambiar el magro horizonte que parece que no tuviera salida, debido que el sistema mercantil nos atrapa con sus invisibles tentáculos y nos domina a su antojo. Por estas razones, una nueva política cultural debe apoyar a las personas que luchan y desangran por subsistir, aquellos que sueñan por alcanzar una felicidad plena en sus existencias; a los que anteponen su acción transformadora a la pasividad social;  a quienes  dan asilo a la creatividad por sobre la vasta fealdad, y, que elevan su postura humanista ante el gigantesco consumismo y la cultura hedonista que genera este modelo de vida que hoy, lamentablemente, nos aliena y nos empuja a “morir en vida”, en el despeñadero más oscuro de la humanidad.

 

En breves expresiones, debemos exigir que el Estado no solamente invierta más en el arte y la cultura. Lo cierto es que a veces no se necesita invertir mucho más plata, simplemente lo que hace falta es capacidad de gestión, compromiso y voluntad para establecer alianzas estratégicas con las instituciones públicas y privadas. Pero no solo eso, también hay que construir una institucionalidad democrática, la que de participación a la ciudadanía en la formulación, planificación y ejecución de las políticas que incluyan todas las visiones y las aspiraciones de todas las personas.

 

Proponemos la construcción de una política cultural donde prevalezcan contenidos identitarios nacionales y regionales, directrices multiculturales, el incentivo de prácticas culturales populares, el afianzamiento de modelos alternativos de cultura, creación de nuevas formas de asociación y de decisiones de participación ciudadana y la democratización de la cultura como objetivo que antecede a la democracia por la cultura. La democratización se refiere al propósito de hacer llegar la cultura a un número mayor de personas; de ponerlas en contacto con la realidad cultural en la que se encuentran inmersas y que constituye su “patrimonio”. La democracia cultural, en cambio, se refiere a la devolución de las influencias gubernamentales que, en materia cultural, pertenecen originalmente a la sociedad.

 

Estimamos que es limitado inyectar más recursos y hacer mejoras en los procedimientos, el problema es más bien estructural, un cambio de paradigma y misión. Es pensar en estrategias que busquen la incorporación activa de la sociedad en los procesos de creación y gestión de las políticas y programas culturales. Dicho en otras palabras, es ineludible desarrollar una democracia cultural que se traduzca en la desburocratización de la cultura, despojándola de todo paternalismo estatal y, en cambio, enfocar la acción cultural del Estado hacia la dinámica social, hacia la vida misma de las comunidades a nivel regional,  municipal, e inclusive de los barrios.

 

En el último punto tiene vital alcance la intervención de los municipios, los cuales deberían ser uno de los principales entes institucionales para fomentar la cultura y las artes. Ello implica la toma de decisiones políticas que conlleven a desdoblar esfuerzos para conseguir no sólo promover la reafirmación de sentimientos de pertenencia e identidad, sino también mejorar la calidad de vida de los ciudadanos de una determina comuna. Para lograr dicho objetivo, los municipios debieran conducir su accionar a crear los mecanismos de financiamiento que beneficien a las actividades culturales que surjan desde las instituciones, la sociedad civil y los gestores culturales autónomos. Esta propuesta exige la descentralización y la cooperación intergubernamental para la gestión de los programas culturales, y temas recurrentes en el despliegue de las políticas culturales en el país y en la región.

 

Este cambio de gestión implica el tránsito de un paradigma a otro en la administración y la valoración de las culturas y las artes en el país. En otros términos significa pasar desde la “democratización cultural” a la “democracia cultural”. Aunque aparentemente ambos conceptos se parecen fonéticamente, no obstante se traducen en concepciones diferentes, en cuanto la “democratización de la cultura” es un objetivo que antecede al de la “democracia para la cultura”.

 

Efectivamente, la actual institucionalidad cultura aboga por la “democratización”, por consiguiente su intención es hacer llegar la cultura a un número cada vez mayor de personas; de ponerlas en contacto con la realidad cultural en la que se encuentran inmersas y que constituye su “patrimonio”. Por ello, las políticas suelen adoptar una forma expansionista y patrimonialista, y se valen de estrategias apoyadas en la gratuidad para el acceso afectivo de la población a la cultura y las artes. La “democracia cultural” en cambio, se refiere a la devolución de las atribuciones gubernamentales que, en materia cultural, pertenecen originalmente a la sociedad.

 

Hasta nuestros días el Estado chileno, por lo menos a nivel de discurso teórico, trata de colocar al alcance las mayorías los bienes y servicios culturales, mejorar el acceso a la cultura, y descentralizar la actividad cultural bajo un esquema básicamente de distribución centralizada. Por el contrario, lo que se demanda en el actual escenario político es la participación directa de la sociedad en la vida cultural, de su incorporación activa en los procesos de creación y la gestión de los programas; del reconocimiento, respeto y estímulo a la cultura que se generan en las comunidades. Así pues, no sólo se buscan popularizarla o masificarla, sino apoyar el desarrollo cultural endógeno. Esta especulación nace de la observación que podemos hacer del modelo imperante, puesto que el discurso de democracia cultural se ha convertido en el medio conductor para imponer las ideas tecnocráticas de corte neoliberal socializado hasta ahora por los gobiernos de turno.

 

Hipotéticamente se procura instituir una conexión entre la democracia con la participación ciudadana, el desarrollo cultural endógeno, la modernidad, la productividad y la descentralización; sin embargo, en la realidad esto no resulta evidente de forma inmediata para el sector cultural. Por lo demás, se ha intentado transformar la figura del gestor cultural en una suerte de “emprendedor” (pequeño capitalista), cuyas iniciativas estén vertebradas por el aparato gubernamental y subvencionada por el sistema bancario privado, a través del sistema de créditos y endeudamiento particular. Esta iniciativa conlleva a que los conceptos de “calidad”, “pertinencia cultural” y “valoración de los productos artísticos-culturales”, estén sujetos a las demandas del mercado y a los intereses del sistema financiero.

 

A su vez el llamado “emprendimiento cultural” es sinuoso y poco certero en muchos aspectos, pero, básicamente en representaciones de ganancias para el gestor cultural, puesto que en la lógica que la oferta genera demanda no se alcanza a evidenciar la existencia de un punto de oferta óptimo por los efectos irregulares y exponenciales de la misma demanda. Otro punto de discusión es cómo este pequeño empresario en su rubro puede sostenerse y competir frente a las desiguales que tiene la importación de productos en esa línea, y a los grandes consorcios nacionales y extranjeros.

 

Ante este complejo panorama, es innegable la urgencia de resignificar el papel de los municipios en el desarrollo cultural y en consecución de la “democracia cultural”. De esta manera, es prioritario transformar la gestión pública monolítica, directa, a otra diferenciada por área administrativa, descentralizada, cooperativa, interinstitucional, personalizada por su medio de intervención y de acuerdo a sus funciones y públicos específicos, con la finalidad de crear una red de infraestructura cultural y públicos culturales, donde la participación de las bases adquiera una importancia central para promover la incidencia directa de la sociedad en la vida cultural del país y de un determinado territorio. 

 

Bajo este paragua, creemos que se puede encauzar la participación organizada de los ciudadanos de los municipios en la promoción y la difusión de la cultura, asesorándolos para que puedan identificar del mejor modo sus prioridades culturales locales. Igualmente, se puede determinar las inversiones reales que se necesitan para el desarrollo cultural que permitan elevar la cantidad y la calidad de los proyectos ciudadanos, y para resolver los problemas ya identificados, tales como: infraestructura, empleabilidad, derechos de propiedad intelectual, fortalecimiento de espacios, asignación de recursos financieros y humanos, entre tantos otros.  

 

Asimismo, se podría promover la iniciación de estudios para medir en lo posible su eficacia e impacto social de los proyectos, y entender, al fin, su contribución al desarrollo social de la región. Estos estudios podrían contribuir al desarrollo de estrategias concretas, dentro de los programas rediseñados, para crear públicos, ampliar y afianzar los ya existentes, para fortalecer, en última instancia, la participación ciudadana en las culturas y las artes en la comuna y en la región. Y, por último, el modelo de la “democracia cultural” facultaría que las políticas estén vinculadas con las expectativas sustantivas que tiene la ciudadanía. Esto contribuiría también a la creación y afianzamiento de públicos culturales en las regiones, y por tanto, a una mejor recepción de las medidas contenidas en las políticas culturales formuladas por el Estado chileno.

Iván Vera-Pinto Soto

Antropólogo Social

Pedagogo

Escritor


ETIQUETAS DE LA NOTICIA